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Un día

 

El día comenzó a las tres de la mañana. Tengo insomnio y no estoy durmiendo. Entonces el día empezó cuando mis ojos se abrieron como dardos que impactaron el techo gris. Aún es de noche y trato de engañarme engarzando el cuerpo en las cobijas, pero el cuerpo por si solo ya empezó a pesarme. Me recuerda lo que duele y lo que apena.

    Aún es de madrugada y de frente tengo la ventana vestida con dos cortinas. Ambas se cortan en el medio por una espada de luz que parte el espacio en dos tajadas y refleja su brillo en el techo. Las cortinas son un telón grueso de color crema dividido en seis pliegues horizontales. Sobre ellas se dibuja el marco de la ventana en negro, y mientras que arriba se esgrafía el tono de la noche, en la parte baja se asienta un ocre azulado que anuncia la cabeza del sol.

    Son las cinco y doce de la mañana. Los bordes de la espada se difuminan, la cortina ya es naranja. En la mañana todo se cuida. Afuera todo se alza y da sus primeros pasos. El sonido roza y rueda ligero en las superficies. Se oyen las palabras por silabas y en murmullos. Las cosas solo se deslizan para no despertar. Los nombres bautizan. Aún oigo que algunos respiran dormidos y las duchas se pendren para lavar los cuerpos.

    En las cortinas, las dos masas de colores se tornan rojizas y van devorando un blanco que las purifica. Los dos telones solidos se levantan como párpados y la casa aparece. La luz entra y al medio día todas las cosas se atraen. La comida va a la boca. 

    A las seis de la tarde el borde de la espada se define a lo largo del techo y mejora su filo a medida que el cielo se rellena de negro.

Yo aprecio ese rayo de luz que llega con cada muerte a podar el tiempo.

La jabonera

 

La jabonera del baño está en la esquina derecha de la ducha, y su altura es ideal para cuando cierras mucho los ojos al bañarte y no quieres fallar al tratar de poner el jabón en ella. Sin embargo; aunque nuestra jabonera es perfecta, no la usamos. Preferimos el accidente: ponemos el jabón en un soporte metálico que cuelga sobre nuestra cabeza. Por eso en la ducha no cierro los ojos. El cuerpo sin ojos es muy torpe y ya hay demasiadas cosas en juego. Corro el riesgo de que el jabón se me resbale de las manos y termine golpeado contra el piso. Al levantar el jabón y verlo sin uno de sus bordes redondos y suaves, deberé enjabonarlo y acariciarlo. Volverlo redondito y abultado.

    En la ducha miro por largo tiempo la jabonera vacía. No sostiene jabones. Acumula el agua. ¿Será que aspira a verse reflejada?. A veces pienso que soy como la jabonera, y solo espero ser llenada. Entonces, cuando el agua se rebosa en la superficie, le ayudo. Le quito el agua y la seco para que siga recogiendo.   

H a y        e s c u l t u r a        e n        e l       e n c u e n t r o

La mazorca

 

Hace unas semanas (cuando aún podíamos salir) compré seis mazorcas. Quería sacarlas de su empaque y desgranarlas. Seguí con el dedo las hileras de los granos y sentí que eran las muelas de muchas bocas. Empecé a empujar los granos de sus puestos siguiendo la línea. Miraba el hueco que dejaban al ser expulsados. Pensaba que eran letras que formaban palabras torpes: las palabras que pienso y no digo cuando estoy triste o enojada.

 

    Espiché sin querer algunos granos. El accidente sirvió para notar que de los granos espichados brotaba leche. Era una leche que pintaba. No era escurridiza como la leche de los mamíferos, que en lo que cae forma una nata pegachenta y babosa. Esta leche vegetal pintaba, y se afirmaba en la superficie de las cosas. La llamé Blanca, y Blanca pintó tres lunares sobre la superficie naranja de la tetera. Mi abuela la llamaba chicha.

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Evasión  

El salón es un lugar frio con un lavadero en acero inoxidable sin manchones (demasiado limpio) y al fondo hay claraboyas y ventanales grandes de techo a piso junto a burros y tablas para que las mesas se armen de forma libre en el espacio. Todos los lunes y jueves en la tarde me reúno allí con 15 estudiantes a quienes les gusta acomodar las mesas por toda la periferia del salón, rodeando el espacio con sus espaldas y clavando la mirada hacía el centro vacío.

    Dando la cara de forma incomoda saludan y voy hasta sus puestos que parecen cubículos de oficina y pregunto cómo están. Si dicen que bien es porque hay algo que quieren evitar conversar, si dicen que mal o que la cosa está muy difícil es porque quieren quejarse: hay muchas tareas, muchas expectativas, ¿Qué puedo decir de lo que hago si no sé bien qué estoy haciendo? y no explicaron bien el ejercicio así que no lo traje.

    Hace algunas semanas les pregunté si se habían dado cuenta que ninguno de ellos durante este semestre se ha ubicado en medio del salón, o transversal a un compañero, o de frente a alguien que quieran observar y conocer, o contiguo a alguien a quien quieran vigilar o espiar, y ellos respondieron que se hacían en el borde del salón para protegerse, ¿pero protegerse de qué? Pregunté; Si profe, uno no quiere que pase nada a sus espaldas.

 

  Ahora recuerdo que, una de las estudiantes, hace una semana dijo: “es que mi papá me dio la espalda profe, yo soy la hija de la otra”.  

La abeja laboriosa

Hay una abeja muerta en el incensario. 

El cuerpo es una bola de bruma. 

Las patas tiesas laboran en otro tiempo. 

La abeja carga unas pelotas grises, para hacer miel con lo muerto. 

Veo un ropero azul.

Como de luna.

Las chaquetas abrazan una virgen guardada, y se coronan con el cielo.

Los trajes se elongan hasta el piso.

Abren la tierra con la bota del pantalón.

Mis pies son violeta.

Visto el color del muerto.

Una lámpara

 

La lámpara que tiene mamá al lado izquierdo de la cama esta anclada al piso y con un tubo dorado y delgado trepa por la superficie de la pared, desde el guarda escoba pasa por la mesa de noche y se empina sobre los santos y el reloj allí apilados para luego desprenderse de la superficie - como un brazo que carga una antorcha -.

    La lámpara reposa muda e inmaculada en el día y en la noche hace que todas las cosas de la habitación aparezcan siendo bellas y feas.  Bajo su falda todos los objetos tienen sombra y pesan, todo es robusto, y hay reveses, aristas, pliegues y cicatrices, polvo con escamas de piel.

     Mamá está acostada y la lámpara se asoma por encima de la cabeza, mirona y fisgona la lámpara recorre la silueta de su cara y allí dibuja con luz una línea de pelos cortos ondulados y canosos, arrugas, una nariz abultada y una boca tan pequeña y recogida como una uva morada y, mientras veo toda esta verdad la lámpara parece una monja con su velo tieso, la caperuza levita y su parte de arriba es más clara y más estrecha que la parte de abajo, pero es ahí arriba donde la luz se posa dibujándole una aureola a la santa.

La palabra líquida

 

Mi madre afanada sacaba un espejo y lo centraba en una de las cejas. Yo miraba ese surco café y delgado que ella perfeccionaba como la manija de una puerta. La lupa le agigantaba los labios, y su forma de decir las cosas se oía exagerada. Yo no soñaba con heredarle la palabra --Lo que más duele de ella--. Quería la cartuchera del maquillaje, y como olía y los diferentes rojos ceniza que contenía. De pequeña esparcía esos rojos en la boca con gran agrado. De grande recordaba esa paleta, y la buscaba en lo que hacía. Nunca quise pintar. Siempre preferí la escultura porque cansaba el cuerpo. Terminé trabajando con la tierra para excavar en lo rojo.

    La palabra que mi madre me pasó de la teta a la boca fue “sumisa”. A los tres años de edad, yo regurgitaba cualquier tipo de leche. De los veintitrés hasta los treinta y un años he sido intolerante a la lactosa. Recuerdo que mi madre me guardó los dientes de leche. Con ellos hizo un dije y dos aretes largos. Los dientes colgaban de la cadena, amorfos pero brillantes, y engastados en oro. Yo los lucía en las orejas y, con ellos puestos, siempre oía el susurro de la palabra agachada pero elegante.

    Soy intolerante a esa primera palabra que llegó con la leche. Tengo tantos desagrados. Soy un conjunto de reclamos. Tengo tantas horas de sueño en el cuerpo, y todas las mañanas busco reparar esa primera palabra. Esa primera leche.

   La primera palabra que me dieron en vida fue líquida, y quisiera que la boca la recordara siempre en ese estado. Quisiera que esa palabra sumisa mutara en palabras rojas. Quisiera segregar, regar y gotear palabras.

    En la mañana con tiempo revuelvo la primera palabra en un cauce de saliva espesa. Goteo la palabra en Matías. Te amo.

Un statement en la época de los "matters"

 

Hoy en el arte

No usemos al otro para acomodar nuestros discursos de podes. Aparentar ser mejores personas o, acomodar el lenguaje de nuestras obras porque tememos escarbarnos las tripas.

Busquemos al otro para:

  • Ayudarle a llegar donde nos ha sido difícil. Con compasión y sin competencia.

  • Compartir conocimientos y saberes.

  • Generar espacios de comunicación reflexiva y honesta.

  • Hacer comunidad.

No volvamos espectáculo a los que nos necesitas. La labor está en el día a día. En nuestras conversaciones más banales. En el trato más ínfimo. 

Cuando el agua fría cae sobre el cuerpo lo corta.

 

El músculo salta.

Es curiosa la forma en que despertamos a lo vivo.

Alumbramientos

 

La naturaleza nos oculta la imagen del cambio. El momento justo donde se liberan movimientos sutiles que con gran fuerza transforman y esculpen las cosas que nos rodean. El ojo pierde esos sucesos como arena. Solo nos queda imaginarlos y permitir que la palabra los alumbre cuando los narramos.

Cuando la boca se abre. 

A Matías:

 

El juega con llegar a la luna y anidar en uno de sus cráteres.

Por eso busca el blanco y la claridad.

El nunca miente.

Ojalá se diera cuenta que, al hablar, prende una linterna en la boca y allí, la luna aparece.

No viajes más.

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